«Gracias a la libertad de expresión hoy es posible decir que un gobernante es un inútil, sin que nos pase nada. Al gobernante tampoco».

Jaume Perich (1941-1995). Escritor y humorista

jueves, 16 de junio de 2016

Lo que se quedará por decir.


Ahora, tal  como  pasan los días, voy dándome cuenta que con él pocas veces tuve una conversación muy larga o muy seria. Viviamos juntos y nuestras conversaciones se limitaban al tiempo, cualquier bobada de televisión o cosas pendientes en Canoret.

Ahora, no hay tampoco conversación, la dificultad va en aumento, su dicción va enredándose, y mi atención de escucha está tocada. 

Siempre achaqué esa falta de conexión a su necesaria dedicación al trabajo. Había un pozo sin fondo de bocas que alimentar y cuerpos que vestir.

Cuando en algún momento le acompañe de visita familiar, su conversación se circunscribía a temas propios de la familia, y recuerdos de antaño. La fama de conversadores de los de “santana”, les precede. Estos, parlanchines hasta olvidar la hora,  desde el “trenc d´alba” al crepúsculo, con una conversación ágil,  sin solución de continuidad.

Hoy, que ya no queda tiempo, pienso que fue así y no hay que darle más vueltas.

En estos últimos días, con mis manos acaricio sus brazos, en otra hora robustos, y que ahora parecen pellejos. Paso mis manos por su frente despejada y sus mofletes hundidos, noto su piel, fina, pero con las costras típicas de su delicada piel. Es una marca de familia.         

No sé cómo interpretara esos gestos. Nunca antes había tenido un contacto tan directo, tan largo.

-          Uno, dos y tres. Ahí valiente!. – Le aúpo para ponerlo en pie.

No se mantiene, la musculatura, la debilidad, la cama, han comido mucho terreno. No. No caminara más. De hecho, parece que cada día se despide de un acto o movimiento que antes, hace mucho, hacía con soltura. Comparo el cuerpo que sostengo, mientras casi a la fuerza y en vilo traslado hacia la butaca o el borde de la cama. Es el mismo cuerpo que subía percha en ristre a los almendros de Canoret y daba certeros golpes donde sabía que produciría una lluvia de almendras.

Que frágiles somos. Que nada somos.

Habla, y lo que expresa, cada vez es más difícil de entender. Se ríe, se sonríe. No es una mueca, no, el sonido es de risa por lo que ha dicho. Me tranquiliza, porque lo que más temo es que exprese dolor, que en un momento dado sea un dolor insoportable para todos.

Creo que con los dedos de la mano se pueden contar las veces que le he visto llorar. O quejarse de un dolor. Manifestar rabia o desdén.  Blasfemar, fumar o beber.

Hoy me dice: “No sabes cómo estoy, hijo!.”

Tal vez sea el gran desconocido de mi vida. 

Y mis manos siguen acariciando una piel tan fina como la seda, intentando traspasar, si algo queda.






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