Ahora, tal como pasan los días, voy dándome cuenta que con él
pocas veces tuve una conversación muy larga o muy seria. Viviamos juntos y
nuestras conversaciones se limitaban al tiempo, cualquier bobada de televisión
o cosas pendientes en Canoret.
Ahora, no hay tampoco conversación, la dificultad va en
aumento, su dicción va enredándose, y mi atención de escucha está tocada.
Siempre achaqué esa falta de conexión a su necesaria
dedicación al trabajo. Había un pozo sin fondo de bocas que alimentar y cuerpos
que vestir.
Cuando en algún momento le acompañe de visita familiar, su
conversación se circunscribía a temas propios de la familia, y recuerdos de
antaño. La fama de conversadores de los de “santana”, les precede. Estos,
parlanchines hasta olvidar la hora,
desde el “trenc d´alba” al crepúsculo, con una conversación ágil, sin solución de continuidad.
Hoy, que ya no queda tiempo, pienso que fue así y no hay que
darle más vueltas.
En estos últimos días, con mis manos acaricio sus brazos, en otra hora robustos, y que ahora parecen pellejos. Paso mis manos por su frente despejada y sus mofletes hundidos, noto su piel, fina, pero con las costras típicas de su delicada piel. Es una marca de familia.
En estos últimos días, con mis manos acaricio sus brazos, en otra hora robustos, y que ahora parecen pellejos. Paso mis manos por su frente despejada y sus mofletes hundidos, noto su piel, fina, pero con las costras típicas de su delicada piel. Es una marca de familia.
No sé cómo interpretara esos gestos. Nunca antes había
tenido un contacto tan directo, tan largo.
-
Uno, dos y tres. Ahí valiente!. – Le aúpo para
ponerlo en pie.
No se mantiene, la musculatura, la debilidad, la cama, han
comido mucho terreno. No. No caminara más. De hecho, parece que cada día se
despide de un acto o movimiento que antes, hace mucho, hacía con soltura.
Comparo el cuerpo que sostengo, mientras casi a la fuerza y en vilo traslado
hacia la butaca o el borde de la cama. Es el mismo cuerpo que subía percha en
ristre a los almendros de Canoret y daba certeros golpes donde sabía que
produciría una lluvia de almendras.
Habla, y lo que expresa, cada vez es más difícil de
entender. Se ríe, se sonríe. No es una mueca, no, el sonido es de risa por lo
que ha dicho. Me tranquiliza, porque lo que más temo es que exprese dolor, que
en un momento dado sea un dolor insoportable para todos.
Creo que con los dedos de la mano se pueden contar las veces
que le he visto llorar. O quejarse de un dolor. Manifestar rabia o desdén. Blasfemar, fumar o beber.
Tal vez sea el gran desconocido de mi vida.
Y mis manos siguen acariciando una piel tan fina como la
seda, intentando traspasar, si algo queda.
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