Carnaval |
Todos los días se la veía mirando hacia el oeste. Su cabello
rubio brillaba. El Sol, a esas horas del día, con un dorado luminoso que se reflejaba en el agua de la laguna, era
el causante.
Cuando llegó desde su Valencia natal, pensaba que el tiempo de estancia seria el previsto, dos
semanas. Fue en representación del departamento de arte bizantino de la
universidad. Su presencia se limitó a participar en unos coloquios sobre los mosaicos
del siglo XVII de la basílica.
Y se quedó.
Soñaba que su vida en la ciudad era pura rutina. Aunque se
dijera y repitiera hasta la saciedad, para ella, no era la ciudad del amor o de
los enamorados. Casi un año, y su vida amorosa se limitaba a encuentros
esporádicos. Insatisfactorias citas. Errores reconocidos, y repetidos.
La Riva de los Dálmatas |
La Riva de los Dálmatas era su paseo preferido. El momento, media tarde, con el sol,
preferiblemente febrero, poniéndose entre el campanile de san Giorgio Maggiore
y la cúpula de santa María della Salutte. Ese era el momento sublime del
día. Los vaporetos rompían regularmente
el silencio. Y aunque se les intuía,
siempre era una sorpresa verlos aparecer en la embocadura del Gran
Canal. De repente.
Los vaporetos venían con pequeños grupos de turistas. En
febrero, solo durante la semana de carnaval, la ciudad se tornaba bulliciosa.
El viento, la niebla y el frio no animaban a visitar la ciudad.
Los Palazzos del Gran Canal |
Observaba a los turistas al pisar la Riva. Sus caras
reflejaban encantamiento. Sabía cual era el motivo causante de aquel estado.
Era sin duda, la visión de los palazzos góticos y renacentistas, en
especial el de Ca d´Oro, máximo representante del gótico local, que habían
admirado durante el trayecto. El colofón era la visión repentina y frontal del
Campanile, el Palazzo Ducal, la Basílica de san Marco y la torre de l´Orologio.
Demasiada riqueza y opulencia concentrada de golpe.
Solía escudriñar y calificar a cada uno de los visitantes,
especialmente varones. Le gustaba
fantasear, soñar con la llegada del apuesto comerciante, cual Marco Polo de
vuelta de un viaje a la China.
No hacia caso de los desatareados gondoleros. Los tenia
calificados como unos creídos, pues se consideraban los representantes de la
tradición de la ciudad y apenas si eran unos comerciantes con unas tarifas
desorbitantes. Los visitantes, les preguntaban
por un paseo tradicional, y al escuchar la cantidad, quedaban boquiabiertos y
seguían su camino.
Le lanzaban piropos e insinuaciones, y aunque en italiano
sonaban a gloria, sabía que no eran
sinceros. Más bien, eran expresiones manidas y añejas, de siglos pasados. Y
aunque se las daban de casanovas, no era una tarjeta de presentación de la que
enorgullecerse, ya que la tradición lo califica de impotente.
Los aplausos de las olas |
La Riva de los Dálmatas, empedrada con grandes losas, era batida
por un pequeño oleaje, y su golpeteo sobre la piedra causaba sonidos que le recordaban
a los producidos por las palmas en una ópera de Puccini, o el de dos cuerpos en
la batalla del amor. Su imaginación, falta de experiencia satisfactoria,
volaba. La visión del Palazzo Ducal, y la sofisticada opulencia, la
transportaban.
La tarde, una vez puesto el sol, se tornaba fría y triste.
Poco a poco volvía a la realidad,
despertaba del sueño, y despacio volvía a su “sestieri” de la Santa Croce, sin
prisa, saboreando el frescor, oliendo aromas y ojeando los escaparates, ahora
con las caretas y antifaces de carnaval.
Las estrechas “calli” eran un rio de turistas. Su meta el “campielli” de
san Giacomo.
Al llegar, totalmente despierta de su sueño, y ver al
pequeño Paolo, corría para abrazarlo.
Vicent y su camara |
Marco miraba la estampa de madre e hijo, y se sentía feliz.
No había remedio, amaba a esa mujer.
Venecia, febrero de 2012
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