Como una niña que teme que la castiguen, procuraba durante
el aliño matutino, colaborar y hacer fácil el trabajo al cuidador/ra. No era
cuestión de miedo, Fina había sido toda su vida una mujer fuerte, una mujer de su casa y en su manera de
llevarla y su comportamiento, nunca hubo nada que decir. Por eso, el tener que ensuciarse
conscientemente y que alguien la tuviera que limpiar, era para ella lo que peor
llevaba.
Mi padre, en sus últimos días, con un habla ininteligible, nos
quiso hacer entender, que ella no estaba para vivir sola. Y viviendo sola, por
voluntad propia, al fin tuvo que aceptar compañia, después de tres cirugías.
Mi madre no morirá nunca. Su carácter, impreso de los genes
de la familia “xest”, le dio fuerzas para, durante 64 años, estar para todos.
Los cuatro años que ha sobrevivido a mi padre, han sido bien
asumidos. Repetía muchas veces, que mi padre no podría vivir solo.
Es bien cierto y comprobado que su carácter fuerte, además
de ser una herencia genética, sin duda
es una consecuencia de ser huérfana de madre a los cinco años y la única mujer
entre sus cuatro hermanos, mi padre y sus cinco hijos, total nueve hombres.
No puedo, ni quiero
presumir de hijo deseado. El primer parto fue fallido. La muerte del primer
hijo la sumió en una depresión que superó gracias a los buenos y maternales
apoyos de su tía Pascuala. Y como no, de su marido, mi padre. Hay otra persona
que influyo, tanto en el casamiento como en la recuperación del parto fallido. El padre franciscano Juan Nadal Moltó se convirtió en mediador de boda y consejero para la
recuperación del bache maternal y existencial.
Yo nací después de aquella pena. Sin duda fui una alegría.
Conmigo aprendio a
ser madre, y una profesora exigente. El abecedario y las tablas de multiplicar,
fueron mis grandes imposibles. Viví en los tiempos en que se decía: “la letra con
sangre entra”. Y no llegamos a tanto, pero los distintos profesores que tuve,
en mayor o menor medida, hicieron uso de
esa máxima. La sangre nunca fluyo, pero era habitual que sorbiéramos mocos casi a diario.
La penúltima lección ha sido su aceptación de vivir en una residencia
de ancianos.
Durante los tres últimos años he convivido cada día con ella,
recordamos aquello y olvidamos lo otro, treinta años nos separan, el olvido (técnicamente)
la vejez, empieza a fagocitar los recuerdos. Los olvidos frecuentes. El no reconocimiento
de los más cercanos. La distancia de treinta años un con sesenta y cuatro y ella con noventa, aún nos separa más.
Hoy me dicen que ha preguntado por mi.
Siento un especial desasosiego.
“Que será de mi”
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