Catedral vieja - Lleida |
La preparación del mismo, me
produce más placer, me divierte mas, casi, que el mismo viaje.
El viaje a Lleida (los viajes), no es un
viaje que hay que preparar, es un viaje repetido, y no por eso, no deseado.
La nueva situación personal,
me lleva a usar menos el vehículo privado y empezar a conocer el transporte público,
cosa que por otro lado, ya venia haciendo en menor medida desde hace algún
tiempo.
El tren EUROMED es la opción elegida. Este no tiene ni comparación con el TRAM - Denia-Alicante. En un tiempo de dos horas, nos sitúa en la romana Tarraco.
La ciudad, declarada Patrimonio de la
Humanidad por la UNESCO, esta situada
sobre un montículo que se levanta como un balcón-atalaya mirando al azul
intenso del Mediterráneo. En la parte más alta destaca, como un faro de luz
dorada, la torre del Pretorio Romano. Desde allí, observando el mar y los modernos navíos de carga, que en su
puerto descargan, la estatua de Caesar Augusto.
El
recorrido por las ruinas de la antigua Tarraco, hace intuir que fue una ciudad
importante.
Durante
el recorrido por la ciudad actual, se observa que, en las fachadas, es muy
común la piedra labrada, y que algunas de ellas son de considerables
dimensiones. Supongo que hasta que el conjunto de obras antiguas no fue
protegido, o cuando fue declarado Patrimonio de la Humanidad, dichos monumentos
constituyeron una fuente de materiales para la construcción de la nueva
Tarragona.
¿A
donde quiero ir a parar?.
Lo
que quiero expresar, es que, aunque la vida la contabilizamos en años, meses,
días, horas, minutos y segundos, no es más cierto que esas fracciones de tiempo
no son nada frente al tiempo y edad del universo. No somos nada, cuando comparamos
nuestras míseras medidas, con el tiempo universal.
Por
eso, somos una ínfima parte de un soplo en un vendaval.
Las civilizaciones se han sucedido, y unas se han ido
alimentando de las otras. Tarragona me hizo pensar que, con las piedras que los
romanos construyeron el anfiteatro, otros construyeron monumentos y edificios,
creando las ruinas, a las que ahora otros les prestan protección.
Tarragona,
pues, las ruinas y los edificios actuales, levantados con piedras de esas
ruinas, me han convencido, que el tiempo, nuestra medida del tiempo, no puede
servirnos para vivir.
Hay
que mirar nuestra vida como ese ínfimo soplo, y valorarla de ese modo.
Con esa visión apreciaremos cada momento de nuestra
existencia y la de los demás.
Es
tan corto nuestro tiempo que no podemos dedicarlos a realizar acciones
superfluas.
La
vida debe ser intensa y transmitir intensidad.
Si
nuestro legado esta construido con las medidas universales, las generaciones
venideras no tendrán necesidad de proteger nuestras ruinas, porque no
existirán, no habrá sido necesario seleccionar porque todo será aprovechable.
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